jueves, 20 de agosto de 2020

Vivir la pureza en todos los estados CASTIDAD/AGUSTIN (Sermón 132)

Según hemos oído, al leerse el Santo Evangelio, Nuestro Señor Jesucristo nos exhorta a comer su carne y a beber su sangre (cfr. Jn 6, 56 ss), ofreciéndonos por ello la vida eterna. No todos los que oísteis estas palabras las habréis comprendido. Los que ya habéis sido bautizados, y sois fieles, conocéis su significado. Los que todavía sois catecúmenos, y os llamáis auditores, habéis escuchado la lectura quizá sin entenderla. A unos y otros se dirige nuestro sermón. Los que ya comen la carne del Señor y beben su sangre, mediten lo que comen y beben, no sea que—como dice el Apóstol-- coman y beban su propia condenación (cfr. 1 Cor 11, 29). Los que todavía no comen ni beben, apresúrense a venir a este banquete, al cual han sido invitados (...).
Si deben ser exhortados los catecúmenos, hermanos míos, para que no se demoren en venir a la gracia de la regeneración, ¡cuánto más cuidado hemos de poner en edificar a los fieles para que les aproveche lo que comen, y no coman y beban su propio juicio cuando se acercan al banquete eucarístico! Para que no les suceda eso, lleven una vida recta. Sed predicadores no con sermones, sino con vuestras buenas costumbres, a fin de que, los que aun no han sido bautizados, se apresuren de tal manera a seguiros que no perezcan imitándoos. 242
Los que estáis casados, guardad la fe conyugal a vuestras mujeres, y dadles lo que de ellas exigís. Exiges de tu mujer que sea casta; pues tú tienes obligación de darle ejemplo, no palabras. Mira bien cómo te comportas, pues eres la cabeza y estás obligado a caminar por donde ella pueda ir sin peligro de perderse. Más aún: tienes obligación de recorrer la senda por donde quieres que ande ella. Exiges fortaleza al sexo menos fuerte, y los dos tenéis la concupiscencia de la carne: pues el que se considera más fuerte, sea el primero en vencer.
Sin embargo, es muy de lamentar que muchos maridos sean superados por sus mujeres. Guardan ellas la castidad que ellos se niegan a mantener, pensando que la virilidad reside precisamente en no guardarla como si fuera más fuerte el sexo que más fácilmente es dominado por el enemigo. ¡Es preciso luchar, combatir, pelear! El varón es más fuerte que la mujer, es la cabeza de ella (cfr. Ef 5, 23). Lucha y vence ella, ¿y sucumbes tú ante el enemigo? ¿Queda el cuerpo de pie, y rueda la cabeza por el suelo?



 
Los que todavía sois solteros, y os acercáis a la mesa del Señor, y
coméis la carne de Cristo y bebéis su sangre, si habéis de casaros, reservaos para las que han de ser vuestras esposas. Tal como queréis que vengan ellas a vosotros, así os deben encontrar. ¿Qué joven hay que no desee casarse con una mujer casta? Si es virgen la que has de recibir en matrimonio, ¿no deseas encontrarla totalmente intacta? Si así la quieres, sé tú como la quieres. ¿Buscas una mujer pura? No seas tú impuro.

¿Te es acaso imposible la pureza que reclamas en ella? Si fuera imposible para ti, también lo sería para ella. Pero, si ella puede ser pura, con su pureza te enseña lo que tienes obligación de ser. Ella puede porque la guía Dios. Además, más gloriosa sería la virtud en ti que en ella. ¿Sabes por qué? Porque ella está bajo la vigilancia de sus padres y la misma vergüenza de su sexo la contiene; porque teme las leyes que tú atropellas. Luego si tú hicieras lo que ella hace, serías más digno de alabanza, porque sería prueba clara de que temes a Dios. Ella tiene muchas cosas que temer además de Dios; pero tú sólo temes a Dios.
El que tú temes es mayor que todos y es preciso que se le tema en público y en privado. Sales de tu casa, y te ve; entras, y te ve también. No importa que tengas la casa iluminada o que la tengas a oscuras: te ve. Es lo mismo que entres en tu dormitorio o en el interior de tu propio corazón, porque no podrás sustraerte a sus miradas. Teme, por tanto, al que te ve siempre; témele y sé casto, al menos por eso. Pero si deseas pecar, busca —si puedes—un sitio donde Dios no te vea, y entonces haz lo que quieras.

En cuanto a los que habéis decidido guardaros totalmente para Dios, castigad vuestro cuerpo con más rigor y no soltéis el freno a la concupiscencia ni siquiera en las cosas que os están permitidas. No basta con que os abstengáis de relaciones ilícitas, sino que incluso habéis de renunciar a las miradas lícitas. Tanto si sois hombres como si sois mujeres, acordaos siempre de llevar sobre la tierra una vida semejante a la de los ángeles. Los ángeles no se casan ni son dados en matrimonio, y así seremos todos después de la resurrección (cfr. Mt 22, 30). ¿Cuánto mejores sois vosotros, que comenzáis a ser antes de la muerte aquello que serán los hombres después de resucitar?
Sed fieles en el estado de vida que tengáis, para recibir a su tiempo la recompensa que Dios tiene reservada a cada uno. La resurrección de los muertos ha sido comparada a las estrellas del cielo. Las estrellas—dice el Apóstol—brillan de distinta manera unas que otras. Así sucederá en la resurrección de los muertos (I Cor 15, 41). Una será la luz de la virginidad, otra la de la castidad conyugal, otra la de la santa viudez. Lucirán de distintos modos, pero todas estarán allí. No será idéntico el resplandor, pero será común la gloria eterna.

Meditad seriamente en vuestra condición, guardad vuestros deberes de estado con fidelidad, y acercaos confiadamente a la carne y a la sangre del Señor. El que no sea como tiene obligación de ser, que no se acerque. ¡Ojalá sirvan mis palabras para excitaros al arrepentimiento! Alégrense los que saben guardar para su cónyuge lo que de su cónyuge exigen; alégrense los que saben guardar castidad perfecta, si así lo han prometido a Dios. Sin embargo, otros se contristan cuando me oyen decir: que no se acerquen a recibir el pan del cielo los que se niegan a ser castos. Yo no quisiera tener que decir esto, pero ¿qué voy a hacer? ¿he de callar la verdad por temor a los hombres? Porque esos siervos no teman a su Señor, ¿no habré de temerle yo tampoco? Pues está escrito: tenías obligación de dar y sabías que yo era exigente (cfr. Mt 25, 26).

Ya he dado, Señor y Dios mio; he entregado tu dinero en presencia tuya y de tus ángeles y de todo el pueblo, pues temo tu santo juicio. He dado lo que me mandaste dar; exige tú lo que tienes derecho a recibir. Aunque yo me calle, has de hacer lo que conviene a tu justicia. Mas permite que te diga: he distribuido tus riquezas; ahora te suplico que conviertas los corazones y perdones a los pecadores. Haz que sean castos los que han sido impúdicos, para que en compañía de ellos pueda yo alegrarme delante de Ti, cuando vengas a juzgar.
¿Os agrada esto, hermanos míos? Pues que sea ésta vuestra voluntad. Todos los que no vivís limpiamente, enmendaos ahora, mientras aún estáis sobre la tierra. Yo puedo deciros lo que Dios me manda comunicaros; pero a los impuros que perseveren en su maldad, no podré librarlos del juicio y de la condenación de Dios.

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